luis prieto sanchís - 14 de febrero de 2013
Democracia
y derechos son seguramente conquistas históricas inseparables: allí
donde la voluntad de la mayoría como criterio básico de gobierno cede
ante modelos autoritarios tarde o temprano desfallecen las libertades y
los derechos; pero también allí donde estos últimos son suprimidos o
severamente cercenados, más bien pronto que tarde la democracia queda
enmudecida. Tal vez por eso la crisis política que hoy tantas voces
diagnostican pueda interpretarse como una enfermedad de la democracia,
para muchos secuestrada por un partidismo corrupto y aquejada en todo
caso por un creciente divorcio entre representantes y representados,
pero también al mismo tiempo como una esclerosis en el ejercicio de las
libertades y un debilitamiento de la fuerza de sus garantías y de las
instituciones que han de hacerlas realidad, lo que propicia una sociedad
de ciudadanos cada día más inermes y, dicho sea de paso, admirablemente
sumisos.
Sin embargo y por paradójico que resulte, aunque esta simbiosis pueda considerarse confirmada por la historia, democracia y derechos encarnan valores y modelos de justificación tendencialmente conflictivos: el criterio fundamental de la democracia reside en la autonomía de los ciudadanos expresada a través de los votos. En cambio, los derechos y su sistema de garantías operan como un límite al poder de la mayoría, son siempre, en feliz expresión de Ferrajoli los derechos del más débil, más precisamente los derechos de la persona y del ciudadano frente al poder, y definen así la esfera de lo indecidible por las instituciones e incluso, cuando nos tomábamos en serio los derechos sociales, también en parte la esfera de lo indecidible que no. Por decirlo en pocas palabras, mientras que el poder, incluso si es democrático, siempre es susceptible de degenerar en despotismo y de sucumbir a la tentación de la vieja razón de Estado, los derechos encarnan su único límite jurídico y han de servir a la razón de la justicia aun en aquellos casos en que lo desaconseje la razón política; el fortalecimiento de los derechos representa, entonces, una limitación a lo que puede ser democráticamente decidido.
El constitucionalismo de los derechos quiere ser una invitación a contemplar en sus variadas implicaciones esa otra fuente de legitimidad que incorpora el constitucionalismo contemporáneo; esa otra fuente que no es el principio mayoritario ─invocado por los políticos de manera constante y a veces como único argumento para justificar toda decisión y poner fin a toda deliberación en una democracia que gusta presumir de deliberativa─ sino que es precisamente su limitación y condicionamiento sustantivo. Porque el constitucionalismo de nuestros días no sólo diseña un sistema formalmente democrático de acceso y ejercicio del poder, sino que pretende asegurar asimismo un muy denso contenido material de principios y derechos fundamentales, rígido y judicialmente garantizado, cuya vocación consiste justamente en la protección del más débil. Las instituciones de garantía de los derechos, en especial las instituciones judiciales, se yerguen así como el necesario contrapunto a las instituciones de gobierno; y por eso nunca será bastante la independencia entre unas y otras, como al parecer nunca cesarán tampoco los intentos por desvirtuarla.
Son numerosas las implicaciones que presenta este modelo de legitimidad dual para nuestra comprensión del sistema jurídico, y algunas de ellas intentan ser examinadas en El constitucionalismo de los derechos: la crisis del legalismo ante la fuerza normativa de las constituciones, las nuevas exigencias de racionalidad argumentativa, la presencia y el papel de la moral en el Derecho, el llamado activismo judicial, la neutralidad de la ciencia jurídica o incluso la cuestión siempre abierta de la obediencia al Derecho son algunos de los escenarios teóricos en que se proyecta el modelo comentado. Hay sin embargo un aspecto que me parece capital y que precede a todos los demás; un aspecto que, recordando el título de un bello libro de Calamandrei, consiste en actuar la Constitución. El déficit de justificación o de aceptación social que hoy aqueja a nuestro sistema político posiblemente requiera medidas que operen sobre el modo de organizar la democracia, que depuren el sistema de representación y de formación de mayorías, pero a mi juicio exige sobre todo más derechos y mejor garantizados. En suma, actuar la Constitución equivale a hacer reales y efectivas unas promesas que cuentan con más de treinta años de existencia; sin duda, algunas de ellas pueden ser de difícil cumplimiento, máxime en las actuales circunstancias económicas, pero la mayor parte resultan perfectamente asumibles si se cumple el designio de fortalecer el ejercicio de los derechos y la independencia y efectividad de sus instituciones de garantía.
Sin embargo y por paradójico que resulte, aunque esta simbiosis pueda considerarse confirmada por la historia, democracia y derechos encarnan valores y modelos de justificación tendencialmente conflictivos: el criterio fundamental de la democracia reside en la autonomía de los ciudadanos expresada a través de los votos. En cambio, los derechos y su sistema de garantías operan como un límite al poder de la mayoría, son siempre, en feliz expresión de Ferrajoli los derechos del más débil, más precisamente los derechos de la persona y del ciudadano frente al poder, y definen así la esfera de lo indecidible por las instituciones e incluso, cuando nos tomábamos en serio los derechos sociales, también en parte la esfera de lo indecidible que no. Por decirlo en pocas palabras, mientras que el poder, incluso si es democrático, siempre es susceptible de degenerar en despotismo y de sucumbir a la tentación de la vieja razón de Estado, los derechos encarnan su único límite jurídico y han de servir a la razón de la justicia aun en aquellos casos en que lo desaconseje la razón política; el fortalecimiento de los derechos representa, entonces, una limitación a lo que puede ser democráticamente decidido.
El constitucionalismo de los derechos quiere ser una invitación a contemplar en sus variadas implicaciones esa otra fuente de legitimidad que incorpora el constitucionalismo contemporáneo; esa otra fuente que no es el principio mayoritario ─invocado por los políticos de manera constante y a veces como único argumento para justificar toda decisión y poner fin a toda deliberación en una democracia que gusta presumir de deliberativa─ sino que es precisamente su limitación y condicionamiento sustantivo. Porque el constitucionalismo de nuestros días no sólo diseña un sistema formalmente democrático de acceso y ejercicio del poder, sino que pretende asegurar asimismo un muy denso contenido material de principios y derechos fundamentales, rígido y judicialmente garantizado, cuya vocación consiste justamente en la protección del más débil. Las instituciones de garantía de los derechos, en especial las instituciones judiciales, se yerguen así como el necesario contrapunto a las instituciones de gobierno; y por eso nunca será bastante la independencia entre unas y otras, como al parecer nunca cesarán tampoco los intentos por desvirtuarla.
Son numerosas las implicaciones que presenta este modelo de legitimidad dual para nuestra comprensión del sistema jurídico, y algunas de ellas intentan ser examinadas en El constitucionalismo de los derechos: la crisis del legalismo ante la fuerza normativa de las constituciones, las nuevas exigencias de racionalidad argumentativa, la presencia y el papel de la moral en el Derecho, el llamado activismo judicial, la neutralidad de la ciencia jurídica o incluso la cuestión siempre abierta de la obediencia al Derecho son algunos de los escenarios teóricos en que se proyecta el modelo comentado. Hay sin embargo un aspecto que me parece capital y que precede a todos los demás; un aspecto que, recordando el título de un bello libro de Calamandrei, consiste en actuar la Constitución. El déficit de justificación o de aceptación social que hoy aqueja a nuestro sistema político posiblemente requiera medidas que operen sobre el modo de organizar la democracia, que depuren el sistema de representación y de formación de mayorías, pero a mi juicio exige sobre todo más derechos y mejor garantizados. En suma, actuar la Constitución equivale a hacer reales y efectivas unas promesas que cuentan con más de treinta años de existencia; sin duda, algunas de ellas pueden ser de difícil cumplimiento, máxime en las actuales circunstancias económicas, pero la mayor parte resultan perfectamente asumibles si se cumple el designio de fortalecer el ejercicio de los derechos y la independencia y efectividad de sus instituciones de garantía.
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